270 West 45 Street
270 West 45 Street
Esta es una historia desarrollada en la Ciudad de Nueva York, por los años 20’s.
Minerva era una jovencita hermosa, hija de griegos. Su padre murió siendo ella una niña, y quedó hija única con su madre, quien decidió quedarse en los Estados Unidos, pensando en una vida mejor para su hijita.
Ella y su madre laboraban como costureras para una fábrica de ropa en la Octava Avenida, el Union Garment Corp. El dueño era un judío avaro, pero de buenos sentimientos hacia ella y su madre.
Vivían en la extrema pobreza, compartiendo un pequeño departamento con otras jóvenes españolas en el East Village. En los crudos inviernos de NYC casi no necesitaban de la estufa calefactora, por lo reducido del espacio para aquellas cuatro mujeres.
Minerva ganaba tan solo 30 centavos por día de jornada, y su madre ganaba la mitad, pues por su delicada salud, no podía cubrir la jornada completa.
Ella tenía tan solo 4 vestidos, dos usados, obsequio de la esposa del dueño de la fábrica, y los otros 2, cosidos por ella.
Sus zapatos estaban tan comidos por las 45 cuadras que debía recorrer a diario para ir y venir de la fábrica, para ahorrarse los 5 centavos del Subway, con ese ahorro se compraba los perfumes de Elizabeth Arden.
Ella se pintaba sus labios muy rojitos, con un tono que titularon “Love That Red”, de la casa de cosméticos Revlon, siempre con la esperanza en su corazón de conocer el amor verdadero.
Minerva, a sus 18 años, ya había tenido varios romances, casi siempre con hombres mucho mayores que ella, casados, uno de ellos Irlandés, el otro Judío, pero ninguno había logrado acaparar su corazón.
El destino quiso que una helada mañana de Marzo conociera al hombre que cambiaría su vida.
Ella, por ahorrar, siempre tomaba café en casa antes de salir, pero esa mañana decidió que se tomaría algunos minutos de la hora de entrada a la fábrica, para sentarse en un Café, ubicado en la esquina de Broadway con Calle 45; por cierto, una calle de muy mala reputación, por cuanto en las noches pasaba de todo por allí, ya que se encontraban ubicados los Teatros “Boudeville” donde las mujeres de reputación dudosa danzaban para los hombres que podían pagar por ver.
Ella, sentada en una esquina de la barra, con aquellos labios “Love That Red” y su cabello hecho rulitos, pues todas las noches pasaba más de media hora ante el espejo, acomodándose en sus mechones los carretes de los hilos de coser de la fábrica, para ondearse el cabello tan lacio. Dormía con sus carretes puestos en el cabello, con tal de despertar bella como una Diosa.
Saboreando su café con aquel frío que veía a través del aparador del lugar, de pronto entró un joven elegante, alto, tipo caucásico. Lo primero que Minerva buscó fueron las manos de aquel hombre, porque ella era fetichista; el hombre podía ser bien parecido, pero si sus manos eran toscas, estaba descartado en su lista de amantes.
El joven tenía manos de pianista, eso la inquietó, el corazón de Minerva comenzó a latir con fuerza y usó el viejo truco del pañuelo al piso….
Arnoldo, quien era todo un caballero, se agachó a recoger el pañuelo. Ella le respondió el favor con una hermosa sonrisa, el la vio a los ojos, pero por cosas del destino, en ese preciso instante entró un compañero de farra de Arnoldo, quien hablaba igual a él, con acento extranjero, y la magia se cortó.
Minerva terminó su café de prisa, no sin ver de reojo a Arnoldo, y salió apresurada hacia la fábrica, a corta distancia de allí.
Aquel glorioso día Minerva falló en su costura, hizo los zig zags torcidos, a cada instante se le deshilvanaba la aguja, etc. etc; un verdadero desastre, no hizo otra cosa que soñar despierta con aquel joven del café.
Aquella noche escasamente durmió, su madre notó que ella estaba ansiosa. Minerva rogaba a Dios para que Arnoldo estuviera allí, en el mismo café, la mañana siguiente, por ello, al despertar, se acicaló como para un día domingo y vistió con su mejor gala.
Salió a toda prisa (en el Subway) para no llegar despeinada y pidió su café, sentándose en el mismo sitio de la barra. Arnoldo llegó, algo despeinado y con aliento a whiskey, pero finalmente lo pudo encontrar a solas.
Arnoldo, aunque llegó como si nada, también se notaba que esperaba ese encuentro. Se sentó a su lado, pidió un té con limón y comenzó a buscarle conversación.
Ella se sentía en desventaja, porque tendría que contarle que laboraba en una fábrica, y a Arnoldo le desbordaba por los poros la “bon vie” y el dulce non faccere niente, ya que su familia eran poderosos hacendados cafetaleros de la Finca “Petare”, a las afueras de Caracas, Venezuela.
Arnoldo, como joven inteligente que era, comenzó a describirle a Minerva, para hacerla sentir bien, que el era un verdadero caos, la oveja negra de la familia, un bueno para nada, etc.
Minerva no hacía otra cosa que reir, ya que Arnoldo tenía un acento tan charming y una pronunciación del Inglés tan pésima, que cuando olvidaba alguna frase en el idioma, utilizaba el “Spanglish”, que por suerte Minerva entendía, por cuanto compartía una habitación con dos jóvenes españolas.
Fue así como pasaron más de una hora conociéndose; Arnoldo miraba ocasionalmente en los ojos de Minerva, pero no podía evitar fijar su mirada en aquellos labios carnosos y la piel de su escote, que lucía tan sedosa.
Minerva, aunque con gusto hubiera faltado al trabajo para escaparse a un hotel con aquel joven tan encantador y seductor, recordó que no podía dar una impresión de libertina a la primera cita, y fue así como le pidió que la acompañara hasta el edificio donde se encontraba la fábrica. Fijaron un nuevo encuentro en el café, para la próxima mañana y al despedirla, Arnoldo le estampó un beso sorpresa y corto en los labios, y le apretó las manos con mucha fuerza; tanta que dejó las manos de ella impregnadas con su exquisita fragancia.
Ella no hizo otra cosa más que pensar en él toda la jornada. También, como chica inteligente que era, pensó en los contras de esa relación. Pensó que un hombre que llega a un café a las 7 de la mañana, sin haber ido a casa, directo de las juergas, nunca llegaría a ser candidato para padre de sus futuros hijos. Comenzó a elucubrar sobre cuanto duraría la relación entre ellos.
Aquella noche Minerva llegó a casita con toda la intención de preparar emocionalmente a su madre sobre la nueva relación amorosa que se veía venir pronto.
Su madre, como toda mujer Victoriana, le advirtió que toda la que de “adelanto” nunca llegará a casarse. Demasiado tarde, Minerva ya había vivido esa experiencia el año anterior, a sus cortos 17 añitos de edad.
La mañana siguiente, misma rutina, encuentro en el Café. Arnoldo, más provocativo, más seductor, más atrevido, le marcó que ya había llegado la hora para algo más que un café y mejillas sonrojadas; inclusive, intencionalmente, bajo propósito de tomar una revista de la barra, Arnoldo rozó a Minerva con su mano, y ella también sintió que tenía que suceder lo que tanto esperaban.
Arnoldo la llevó hasta la fábrica y se pusieron de acuerdo para recogerla aquella noche de sábado, en el East Village, su humilde casa a las 11 pm, en una hermosa carreta llevada por caballos húngaros, color canela y blanco.
Minerva veía su reloj cada cinco minutos, ansiosa porque llegara la noche, para estar con Arnoldo. De nuevo la costura estropeada.
Salió de la fábrica antes de la hora, bajo pretexto de fiebre y corrió calles abajo, hasta su casa, para darse un gran baño. Subió 2 calles mas arriba, para pedirle un hermoso vestido de lentejuelas rojas a una vecina cantante de mala reputación.
Arnoldo llegó a las 10:45 pm, con un hermoso carruaje con chofer. Minerva se sentía como la Bella Durmiente, nunca antes un joven tan seductor y elegante había ido a buscarla. Su madre y compañeras de cuarto veían hacia la calle por las rendijas de la ventana, sorprendidas ante tanta elegancia y distinción del joven.
Minerva le dijo a su madre que no la esperara despierta, porque posiblemente pasaría toda la noche y parte de la mañana en la calle. Eso lo dijo ya casi con los pies en la escalera, su madre no tuvo oportunidad de responderle.
Arnoldo bajó rápidamente del coche, al ver a Minerva, la tomó por la cintura y la subió como una muñeca hacia el carruaje. Minerva estaba hermosísima, ni las artistas francesas se podían comparar con ella, brillaba con aquel traje Chárleston tan provocativo, rojo fuego, al igual que sus labios.
Los dos jóvenes no podían evitar verse a los ojos; la noche era fría y nublada. Los caballos del carruaje resoplaban y el aire salía como vapor de una caldera. Minerva y Arnoldo no cabían en su felicidad y expectativa por todo lo que sucedería aquella noche.
Arnoldo un joven de la Sociedad Caraqueña, no había perdido la costumbre de la farra, y la seguía en Nueva York. Llegarón a un Ball Room muy al norte de Manhattan, la zona de Harlem, donde los “nigroes” cantaban y tocaban como solo los ángeles saben hacerlo.
Llegaron al sitio. Minerva notó lo muy conocido que Arnoldo era en el lugar; desde el portero hasta los mesoneros se esmeraban en atenderlo.
Eso asustó un poco a Minerva, porque la actitud le mostraba que era todo un experto en el arte de seducir mujeres y que en verdad era “un bueno para nada” como su madre le decía.
No había una sola silla libre en el lugar, pero los mesoneros, gracias a las sustanciosas propinas de Arnoldo, consiguieron una mesa y dos sillas para ellos.
La orquesta tocaba en toda su magnitud, y los amigos de Arnoldo, casi todos latinos, se acercaban a la mesa a saludarlo y a codiciar aquella preciada nueva joya que era Minerva.
Arnoldo bailaba como los dioses, Minerva no se quedaba atrás. Dentro del bullicio de la música y la cantidad de gente eufórica por los efectos del licor, ellos se encontraban como en una burbuja mágica, donde no podían ser tocados ni afectados por el entorno.
Bailaron, casi sin parar, hasta las 4 y cuarto de la madrugada. En tres ocasiones Arnoldo subió al escenario para cantar y dedicar temas románticos a Minerva, ella suspiraba de amor.
El Ball Room todavía estaba lleno, pero Arnoldo no resistía más la tentación de probar las fragancias salvajes de Minerva, y ella tenía la misma inquietud.
Salieron del lugar en el carruaje, rumbo a Brooklyn, donde Arnoldo tenía un pequeño pero confortable departamento de soltero, con hermosa vista hacia Manhattan, donde ya se levantaban algunos rascacielos.
El favorito de Minerva, el Flatiron Building, construido en el año de 1902, el edificio más alto de su época, con 28 pisos, frente a Union Square con la 27, muy cerca de la tienda por departamentos Macy’s en la esquina con la Calle 34.
Minerva, aunque deseaba con locura sentir a Arnoldo en la intimidad, se sentía al mismo tiempo desorientada, confundida, atemorizada por aquel joven tan experimentado y sibarita.
Arnoldo sabía bien como tratarla, para no asustarla. Al entrar al departamento, el manejó con mano suave la tensión de Minerva, y por ello no buscó besarla, sino más bien comenzó con su verborrea y sus chistes, para romper el hielo de la intimidad.
Minerva se paseaba por todas las habitaciones, repletas de periódicos en distintos idiomas, apilonados en el piso. Escritorios con torres de libros de varios tópicos, donde pudo descubrir algunos escritores novelistas Rusos, también favoritos de ella.
Arnoldo preparó té para ambos en un kettle, que sonaba su pito como un barco de vapor. Minerva miraba y tomaba los portarretratos de Arnoldo con su familia, para así conocer un poco la intimidad y la infancia feliz de Arnoldo en su añorada Ciudad de Caracas.
Ella se quitó los zapatos, para darle el mensaje a él de que se sentía como en casa. Arnoldo veía con admiración aquellos hermosos piés de porcelana, tan blancos y delicados.
Juntos tomaron un sofá pequeño y lo ubicaron frente a una ventana, con vista hacia Manhattan, y allí, abrazados contemplaban la Ciudad de Nueva York, las chimeneas aún dormidas de las factorías, los elegantes edificios espigados, muchos de ellos aún en construcción.
Arnoldo puso la Radio, era la BBC e interpretaban un Rag Time hermosísimo, “Maple Leaf” de Scott Joplin.
Comenzaba a amanecer y fue el momento cuando Arnoldo le propuso para bailar; a la tercera pieza ya estaban juntos en la cama destendida de aquel soltero experimentado en las artes del amor y la seducción.
Aquel día no fue el mejor que tuvieron, pero ambos sabían que toda pareja necesita conocerse mejor, para así ir acoplando los gustos y sobre todo, que ella perdiera ese pudor inicial, típico de toda joven criada en una sociedad que señala con el dedo a aquellas mujeres que sienten la pasión con todas sus letras.
Lo más gracioso que vivieron aquella mañana, fue el momento cuando ya dejaron el sexo a un lado y les tocó el baño. A Arnoldo se le ocurrió la brillante idea de meterse juntos en la tina; y resultó que o había poca tina, o mucho cuerpo, total que el agua se desbordaba por todas partes, estaba helada, se resbalaban, les quedaba medio cuerpo afuera, y Minerva no hacía otra cosa que reírse a carcajadas…… pasaron 40 años y Minerva aún recuerda aquel suceso con la tina. Arnoldo repetía: Tan sencillo que se ve en las películas y mira el desastre que estamos haciendo…
Fue todo muy hermoso, una noche y una mañana aún más hermosa…. Fueron a desayunar al Café donde se conocieron, y a eso de las 10 am. Arnoldo llevó de vuelta a Minerva a casa, ella con su traje prestado de Rojo Coral.
No les puedo explicar todo lo que la madre de Minerva vociferó, pero ella con una gran sonrisa, lo soportó, porque había sucedido todo aún mejor de sus expectativas. Se desmaquilló, se colocó su camisón y a dormir.
Arnoldo regresó a su departamento, durmió un rato y a las 6 pm, sin avisar, corrió a casa de Minerva, a buscarla para pasar otra estupenda noche con ella.
Ella no se hizo esperar. La mañana siguiente era Lunes, Arnoldo no quería romper la rutina de Minerva, y por ello la llevó a la fábrica, con la promesa de que la buscaría a la salida y la llevaría de compras, para abrir un espacio en su armario, y así poder visitarlo libremente cuantas veces ellos quisieran, que sería “siempre”.
Así fue como ambos vivieron una hermosa historia de amor, que duró 3 primaveras.
Al tercer año de relaciones, Arnoldo sufrió una crisis existencial. Su madre le telegrafió ordenándole viajar a Venezuela, para resolver ciertos temas familiares.
En un principio Arnoldo pensó en llevar a Minerva en su viaje; pero luego, reflexionándolo bien y sabiendo el carácter de su madre, tuvo que partir solo, dejando a Minerva en aquel departamento de Brooklyn.
Ya Minerva no laboraba en la fábrica, era mantenida decorosamente por Arnoldo. Se había acostumbrado muy bien a la buena vida, farras de noche, dormir de día, y ocasionalmente, museos, teatros y clubes campestres privados en New Jersey.
Parecía que Minerva hubiera nacido con las habilidades de una joven de alta sociedad, pues se acostumbró con gran facilidad a todos los ritmos que esa gente suele llevar, y no había costumbre o modismo que la pudiera descubrir. Eran la pareja perfecta.
Arnoldo tomó tres meses en Caracas con su familia. Al regreso a NYC el estaba muy cambiado. Minerva lo amaba, pero su orgullo pesaba más que el amor que sentía, y por tal motivo fue ella quien le planteó a Arnoldo una separación tentativa.
Minerva, quien se había acostumbrado a la buena vida, no deseaba regresar a su puesto en la fábrica, ni a su habitación en el East Village, con la malhumorada de su madre; por tal motivo acudió a la ayuda de un ex novio, hombre casado pero enamorado de ella, el Judío Rubén Levi.
Rubén no tardó en responder a sus demandas, la instaló en un lujoso apartamento en la quinta Avenida con vista al Central Park. Minerva lloraba en silencio la nostalgia por Arnoldo, pero enjugaba sus lágrimas con su orgullo, y mostraba su mejor sonrisa y agradecimiento a Rubén, un hombre bueno y amoroso con ella.
Cada noche que salían a los Night Clubs, rogaba a Dios para no encontrarse con Arnoldo, pero el destino estaba preparando el segundo encuentro entre ellos; y cuando el destino quiere, nadie puede hacer otra cosa.
Pasaron dos años y finalmente Arnoldo buscó de nuevo a Minerva; ella no pudo resistir la tentación y dejó una hermosa nota sobre el piano Steinway de Rubén, donde decía: “No se cuando volveré, tengo una crísis, perdóname, no me busques, te amo, gracias por todo.”
Minerva partió rumbo a París con Arnoldo, y allí comenzaron una segunda oportunidad, esta vez más enamorados y maduros que la vez pasada.
Fueron inmensamente felices en París; Arnoldo era libretista de Obras Famosas de Teatro; Minerva comenzó a practicar su hobby más añorado, la Astrología, y llegó a tener tal fama en París, que Duques y Reyes, lo más selecto del Jet Set de Europa, de otras comarcas viajaban para consultarse el Tarot.
Nunca tuvieron hijos, a excepción de sus dos perritos Dachtshund, quienes paseaban por el “Rive Gauche” con su niñera Alemana, una joven dulce, de trenzas doradas, amorosa con los animales, quien les preparaba los más exquisitos platos, con champiñones y espárragos, los favoritos de la Chichi y Lucky.
Y así vivieron felices para siempre, Arnoldo y Minerva, amándose, celándose y deseándose, hasta que las hormonas pudieron resistir tanta pasión en sus corazones.
Fin.
Esta es una historia desarrollada en la Ciudad de Nueva York, por los años 20’s.
Minerva era una jovencita hermosa, hija de griegos. Su padre murió siendo ella una niña, y quedó hija única con su madre, quien decidió quedarse en los Estados Unidos, pensando en una vida mejor para su hijita.
Ella y su madre laboraban como costureras para una fábrica de ropa en la Octava Avenida, el Union Garment Corp. El dueño era un judío avaro, pero de buenos sentimientos hacia ella y su madre.
Vivían en la extrema pobreza, compartiendo un pequeño departamento con otras jóvenes españolas en el East Village. En los crudos inviernos de NYC casi no necesitaban de la estufa calefactora, por lo reducido del espacio para aquellas cuatro mujeres.
Minerva ganaba tan solo 30 centavos por día de jornada, y su madre ganaba la mitad, pues por su delicada salud, no podía cubrir la jornada completa.
Ella tenía tan solo 4 vestidos, dos usados, obsequio de la esposa del dueño de la fábrica, y los otros 2, cosidos por ella.
Sus zapatos estaban tan comidos por las 45 cuadras que debía recorrer a diario para ir y venir de la fábrica, para ahorrarse los 5 centavos del Subway, con ese ahorro se compraba los perfumes de Elizabeth Arden.
Ella se pintaba sus labios muy rojitos, con un tono que titularon “Love That Red”, de la casa de cosméticos Revlon, siempre con la esperanza en su corazón de conocer el amor verdadero.
Minerva, a sus 18 años, ya había tenido varios romances, casi siempre con hombres mucho mayores que ella, casados, uno de ellos Irlandés, el otro Judío, pero ninguno había logrado acaparar su corazón.
El destino quiso que una helada mañana de Marzo conociera al hombre que cambiaría su vida.
Ella, por ahorrar, siempre tomaba café en casa antes de salir, pero esa mañana decidió que se tomaría algunos minutos de la hora de entrada a la fábrica, para sentarse en un Café, ubicado en la esquina de Broadway con Calle 45; por cierto, una calle de muy mala reputación, por cuanto en las noches pasaba de todo por allí, ya que se encontraban ubicados los Teatros “Boudeville” donde las mujeres de reputación dudosa danzaban para los hombres que podían pagar por ver.
Ella, sentada en una esquina de la barra, con aquellos labios “Love That Red” y su cabello hecho rulitos, pues todas las noches pasaba más de media hora ante el espejo, acomodándose en sus mechones los carretes de los hilos de coser de la fábrica, para ondearse el cabello tan lacio. Dormía con sus carretes puestos en el cabello, con tal de despertar bella como una Diosa.
Saboreando su café con aquel frío que veía a través del aparador del lugar, de pronto entró un joven elegante, alto, tipo caucásico. Lo primero que Minerva buscó fueron las manos de aquel hombre, porque ella era fetichista; el hombre podía ser bien parecido, pero si sus manos eran toscas, estaba descartado en su lista de amantes.
El joven tenía manos de pianista, eso la inquietó, el corazón de Minerva comenzó a latir con fuerza y usó el viejo truco del pañuelo al piso….
Arnoldo, quien era todo un caballero, se agachó a recoger el pañuelo. Ella le respondió el favor con una hermosa sonrisa, el la vio a los ojos, pero por cosas del destino, en ese preciso instante entró un compañero de farra de Arnoldo, quien hablaba igual a él, con acento extranjero, y la magia se cortó.
Minerva terminó su café de prisa, no sin ver de reojo a Arnoldo, y salió apresurada hacia la fábrica, a corta distancia de allí.
Aquel glorioso día Minerva falló en su costura, hizo los zig zags torcidos, a cada instante se le deshilvanaba la aguja, etc. etc; un verdadero desastre, no hizo otra cosa que soñar despierta con aquel joven del café.
Aquella noche escasamente durmió, su madre notó que ella estaba ansiosa. Minerva rogaba a Dios para que Arnoldo estuviera allí, en el mismo café, la mañana siguiente, por ello, al despertar, se acicaló como para un día domingo y vistió con su mejor gala.
Salió a toda prisa (en el Subway) para no llegar despeinada y pidió su café, sentándose en el mismo sitio de la barra. Arnoldo llegó, algo despeinado y con aliento a whiskey, pero finalmente lo pudo encontrar a solas.
Arnoldo, aunque llegó como si nada, también se notaba que esperaba ese encuentro. Se sentó a su lado, pidió un té con limón y comenzó a buscarle conversación.
Ella se sentía en desventaja, porque tendría que contarle que laboraba en una fábrica, y a Arnoldo le desbordaba por los poros la “bon vie” y el dulce non faccere niente, ya que su familia eran poderosos hacendados cafetaleros de la Finca “Petare”, a las afueras de Caracas, Venezuela.
Arnoldo, como joven inteligente que era, comenzó a describirle a Minerva, para hacerla sentir bien, que el era un verdadero caos, la oveja negra de la familia, un bueno para nada, etc.
Minerva no hacía otra cosa que reir, ya que Arnoldo tenía un acento tan charming y una pronunciación del Inglés tan pésima, que cuando olvidaba alguna frase en el idioma, utilizaba el “Spanglish”, que por suerte Minerva entendía, por cuanto compartía una habitación con dos jóvenes españolas.
Fue así como pasaron más de una hora conociéndose; Arnoldo miraba ocasionalmente en los ojos de Minerva, pero no podía evitar fijar su mirada en aquellos labios carnosos y la piel de su escote, que lucía tan sedosa.
Minerva, aunque con gusto hubiera faltado al trabajo para escaparse a un hotel con aquel joven tan encantador y seductor, recordó que no podía dar una impresión de libertina a la primera cita, y fue así como le pidió que la acompañara hasta el edificio donde se encontraba la fábrica. Fijaron un nuevo encuentro en el café, para la próxima mañana y al despedirla, Arnoldo le estampó un beso sorpresa y corto en los labios, y le apretó las manos con mucha fuerza; tanta que dejó las manos de ella impregnadas con su exquisita fragancia.
Ella no hizo otra cosa más que pensar en él toda la jornada. También, como chica inteligente que era, pensó en los contras de esa relación. Pensó que un hombre que llega a un café a las 7 de la mañana, sin haber ido a casa, directo de las juergas, nunca llegaría a ser candidato para padre de sus futuros hijos. Comenzó a elucubrar sobre cuanto duraría la relación entre ellos.
Aquella noche Minerva llegó a casita con toda la intención de preparar emocionalmente a su madre sobre la nueva relación amorosa que se veía venir pronto.
Su madre, como toda mujer Victoriana, le advirtió que toda la que de “adelanto” nunca llegará a casarse. Demasiado tarde, Minerva ya había vivido esa experiencia el año anterior, a sus cortos 17 añitos de edad.
La mañana siguiente, misma rutina, encuentro en el Café. Arnoldo, más provocativo, más seductor, más atrevido, le marcó que ya había llegado la hora para algo más que un café y mejillas sonrojadas; inclusive, intencionalmente, bajo propósito de tomar una revista de la barra, Arnoldo rozó a Minerva con su mano, y ella también sintió que tenía que suceder lo que tanto esperaban.
Arnoldo la llevó hasta la fábrica y se pusieron de acuerdo para recogerla aquella noche de sábado, en el East Village, su humilde casa a las 11 pm, en una hermosa carreta llevada por caballos húngaros, color canela y blanco.
Minerva veía su reloj cada cinco minutos, ansiosa porque llegara la noche, para estar con Arnoldo. De nuevo la costura estropeada.
Salió de la fábrica antes de la hora, bajo pretexto de fiebre y corrió calles abajo, hasta su casa, para darse un gran baño. Subió 2 calles mas arriba, para pedirle un hermoso vestido de lentejuelas rojas a una vecina cantante de mala reputación.
Arnoldo llegó a las 10:45 pm, con un hermoso carruaje con chofer. Minerva se sentía como la Bella Durmiente, nunca antes un joven tan seductor y elegante había ido a buscarla. Su madre y compañeras de cuarto veían hacia la calle por las rendijas de la ventana, sorprendidas ante tanta elegancia y distinción del joven.
Minerva le dijo a su madre que no la esperara despierta, porque posiblemente pasaría toda la noche y parte de la mañana en la calle. Eso lo dijo ya casi con los pies en la escalera, su madre no tuvo oportunidad de responderle.
Arnoldo bajó rápidamente del coche, al ver a Minerva, la tomó por la cintura y la subió como una muñeca hacia el carruaje. Minerva estaba hermosísima, ni las artistas francesas se podían comparar con ella, brillaba con aquel traje Chárleston tan provocativo, rojo fuego, al igual que sus labios.
Los dos jóvenes no podían evitar verse a los ojos; la noche era fría y nublada. Los caballos del carruaje resoplaban y el aire salía como vapor de una caldera. Minerva y Arnoldo no cabían en su felicidad y expectativa por todo lo que sucedería aquella noche.
Arnoldo un joven de la Sociedad Caraqueña, no había perdido la costumbre de la farra, y la seguía en Nueva York. Llegarón a un Ball Room muy al norte de Manhattan, la zona de Harlem, donde los “nigroes” cantaban y tocaban como solo los ángeles saben hacerlo.
Llegaron al sitio. Minerva notó lo muy conocido que Arnoldo era en el lugar; desde el portero hasta los mesoneros se esmeraban en atenderlo.
Eso asustó un poco a Minerva, porque la actitud le mostraba que era todo un experto en el arte de seducir mujeres y que en verdad era “un bueno para nada” como su madre le decía.
No había una sola silla libre en el lugar, pero los mesoneros, gracias a las sustanciosas propinas de Arnoldo, consiguieron una mesa y dos sillas para ellos.
La orquesta tocaba en toda su magnitud, y los amigos de Arnoldo, casi todos latinos, se acercaban a la mesa a saludarlo y a codiciar aquella preciada nueva joya que era Minerva.
Arnoldo bailaba como los dioses, Minerva no se quedaba atrás. Dentro del bullicio de la música y la cantidad de gente eufórica por los efectos del licor, ellos se encontraban como en una burbuja mágica, donde no podían ser tocados ni afectados por el entorno.
Bailaron, casi sin parar, hasta las 4 y cuarto de la madrugada. En tres ocasiones Arnoldo subió al escenario para cantar y dedicar temas románticos a Minerva, ella suspiraba de amor.
El Ball Room todavía estaba lleno, pero Arnoldo no resistía más la tentación de probar las fragancias salvajes de Minerva, y ella tenía la misma inquietud.
Salieron del lugar en el carruaje, rumbo a Brooklyn, donde Arnoldo tenía un pequeño pero confortable departamento de soltero, con hermosa vista hacia Manhattan, donde ya se levantaban algunos rascacielos.
El favorito de Minerva, el Flatiron Building, construido en el año de 1902, el edificio más alto de su época, con 28 pisos, frente a Union Square con la 27, muy cerca de la tienda por departamentos Macy’s en la esquina con la Calle 34.
Minerva, aunque deseaba con locura sentir a Arnoldo en la intimidad, se sentía al mismo tiempo desorientada, confundida, atemorizada por aquel joven tan experimentado y sibarita.
Arnoldo sabía bien como tratarla, para no asustarla. Al entrar al departamento, el manejó con mano suave la tensión de Minerva, y por ello no buscó besarla, sino más bien comenzó con su verborrea y sus chistes, para romper el hielo de la intimidad.
Minerva se paseaba por todas las habitaciones, repletas de periódicos en distintos idiomas, apilonados en el piso. Escritorios con torres de libros de varios tópicos, donde pudo descubrir algunos escritores novelistas Rusos, también favoritos de ella.
Arnoldo preparó té para ambos en un kettle, que sonaba su pito como un barco de vapor. Minerva miraba y tomaba los portarretratos de Arnoldo con su familia, para así conocer un poco la intimidad y la infancia feliz de Arnoldo en su añorada Ciudad de Caracas.
Ella se quitó los zapatos, para darle el mensaje a él de que se sentía como en casa. Arnoldo veía con admiración aquellos hermosos piés de porcelana, tan blancos y delicados.
Juntos tomaron un sofá pequeño y lo ubicaron frente a una ventana, con vista hacia Manhattan, y allí, abrazados contemplaban la Ciudad de Nueva York, las chimeneas aún dormidas de las factorías, los elegantes edificios espigados, muchos de ellos aún en construcción.
Arnoldo puso la Radio, era la BBC e interpretaban un Rag Time hermosísimo, “Maple Leaf” de Scott Joplin.
Comenzaba a amanecer y fue el momento cuando Arnoldo le propuso para bailar; a la tercera pieza ya estaban juntos en la cama destendida de aquel soltero experimentado en las artes del amor y la seducción.
Aquel día no fue el mejor que tuvieron, pero ambos sabían que toda pareja necesita conocerse mejor, para así ir acoplando los gustos y sobre todo, que ella perdiera ese pudor inicial, típico de toda joven criada en una sociedad que señala con el dedo a aquellas mujeres que sienten la pasión con todas sus letras.
Lo más gracioso que vivieron aquella mañana, fue el momento cuando ya dejaron el sexo a un lado y les tocó el baño. A Arnoldo se le ocurrió la brillante idea de meterse juntos en la tina; y resultó que o había poca tina, o mucho cuerpo, total que el agua se desbordaba por todas partes, estaba helada, se resbalaban, les quedaba medio cuerpo afuera, y Minerva no hacía otra cosa que reírse a carcajadas…… pasaron 40 años y Minerva aún recuerda aquel suceso con la tina. Arnoldo repetía: Tan sencillo que se ve en las películas y mira el desastre que estamos haciendo…
Fue todo muy hermoso, una noche y una mañana aún más hermosa…. Fueron a desayunar al Café donde se conocieron, y a eso de las 10 am. Arnoldo llevó de vuelta a Minerva a casa, ella con su traje prestado de Rojo Coral.
No les puedo explicar todo lo que la madre de Minerva vociferó, pero ella con una gran sonrisa, lo soportó, porque había sucedido todo aún mejor de sus expectativas. Se desmaquilló, se colocó su camisón y a dormir.
Arnoldo regresó a su departamento, durmió un rato y a las 6 pm, sin avisar, corrió a casa de Minerva, a buscarla para pasar otra estupenda noche con ella.
Ella no se hizo esperar. La mañana siguiente era Lunes, Arnoldo no quería romper la rutina de Minerva, y por ello la llevó a la fábrica, con la promesa de que la buscaría a la salida y la llevaría de compras, para abrir un espacio en su armario, y así poder visitarlo libremente cuantas veces ellos quisieran, que sería “siempre”.
Así fue como ambos vivieron una hermosa historia de amor, que duró 3 primaveras.
Al tercer año de relaciones, Arnoldo sufrió una crisis existencial. Su madre le telegrafió ordenándole viajar a Venezuela, para resolver ciertos temas familiares.
En un principio Arnoldo pensó en llevar a Minerva en su viaje; pero luego, reflexionándolo bien y sabiendo el carácter de su madre, tuvo que partir solo, dejando a Minerva en aquel departamento de Brooklyn.
Ya Minerva no laboraba en la fábrica, era mantenida decorosamente por Arnoldo. Se había acostumbrado muy bien a la buena vida, farras de noche, dormir de día, y ocasionalmente, museos, teatros y clubes campestres privados en New Jersey.
Parecía que Minerva hubiera nacido con las habilidades de una joven de alta sociedad, pues se acostumbró con gran facilidad a todos los ritmos que esa gente suele llevar, y no había costumbre o modismo que la pudiera descubrir. Eran la pareja perfecta.
Arnoldo tomó tres meses en Caracas con su familia. Al regreso a NYC el estaba muy cambiado. Minerva lo amaba, pero su orgullo pesaba más que el amor que sentía, y por tal motivo fue ella quien le planteó a Arnoldo una separación tentativa.
Minerva, quien se había acostumbrado a la buena vida, no deseaba regresar a su puesto en la fábrica, ni a su habitación en el East Village, con la malhumorada de su madre; por tal motivo acudió a la ayuda de un ex novio, hombre casado pero enamorado de ella, el Judío Rubén Levi.
Rubén no tardó en responder a sus demandas, la instaló en un lujoso apartamento en la quinta Avenida con vista al Central Park. Minerva lloraba en silencio la nostalgia por Arnoldo, pero enjugaba sus lágrimas con su orgullo, y mostraba su mejor sonrisa y agradecimiento a Rubén, un hombre bueno y amoroso con ella.
Cada noche que salían a los Night Clubs, rogaba a Dios para no encontrarse con Arnoldo, pero el destino estaba preparando el segundo encuentro entre ellos; y cuando el destino quiere, nadie puede hacer otra cosa.
Pasaron dos años y finalmente Arnoldo buscó de nuevo a Minerva; ella no pudo resistir la tentación y dejó una hermosa nota sobre el piano Steinway de Rubén, donde decía: “No se cuando volveré, tengo una crísis, perdóname, no me busques, te amo, gracias por todo.”
Minerva partió rumbo a París con Arnoldo, y allí comenzaron una segunda oportunidad, esta vez más enamorados y maduros que la vez pasada.
Fueron inmensamente felices en París; Arnoldo era libretista de Obras Famosas de Teatro; Minerva comenzó a practicar su hobby más añorado, la Astrología, y llegó a tener tal fama en París, que Duques y Reyes, lo más selecto del Jet Set de Europa, de otras comarcas viajaban para consultarse el Tarot.
Nunca tuvieron hijos, a excepción de sus dos perritos Dachtshund, quienes paseaban por el “Rive Gauche” con su niñera Alemana, una joven dulce, de trenzas doradas, amorosa con los animales, quien les preparaba los más exquisitos platos, con champiñones y espárragos, los favoritos de la Chichi y Lucky.
Y así vivieron felices para siempre, Arnoldo y Minerva, amándose, celándose y deseándose, hasta que las hormonas pudieron resistir tanta pasión en sus corazones.
Fin.
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